![]() |

Siempre me llama la atención la nostalgia con que más de un intelectual de nuestra época se refiere a la Viena de 1900 como un “paraíso perdido”. Esa nostalgia se extiende también al propio Imperio austro-húngaro, desmembrado tras la Primera Guerra Mundial. La Viena de los valses y los teatros, de la brillantez artística y la ornamentación barroca. El recuerdo de un mundo perdido que -lo sabemos desde Stefan Zweig- ya nunca volverá.
Viena fin de siglo: el canto del cisne de toda una tradición cultural europea, en una época en que Nietzsche diagnosticaba la “muerte de Dios” y el inminente advenimiento del nihilismo, antesala de la revolución futura del Superhombre. Los vieneses, absortos en sus óperas y sus teatros, no querían mirar de frente al monstruo que abría sus horrendas fauces ante ellos: el monstruo del vacío, del derrumbe de la antigua metafísica, de las creencias que cimentaron durante siglos el suelo de su sociedad y de su cultura. La profusión esteticista apenas alcanzaba a disimular la gran marea de fondo: una cultura no se sostiene por el número de sus museos ni de sus salas de concierto. Una cultura o descansa en una gran fe, en el soplo inasible del espíritu, o está condenada -a corto o a medio plazo- a un desmoronamiento inevitable.
Genio y decadencia: para muchos, dos conceptos íntimamente relacionados. En el siglo XIX, la tuberculosis se convirtió en enfermedad romántica por excelencia. El genio creador, agotado por su trabajo de demiurgo, veía como su cuerpo se debilitaba y se hacía vulnerable a la infección fatal; y, a su vez, la enfermedad, una vez declarada, acentuaba una sensibilidad tanto más aguda cuanto más se aproximaba el horizonte de la muerte. Nosotros, por nuestra parte, sentimos la fatiga del intelecto, degustamos una cultura que ya no sabemos crear, pero no podemos sentirnos orgullosos de unos genios que ya no producimos.
¿Qué nos enseña a nosotros, hombres ya del siglo XXI, la Viena fin de siglo, con su brillantez y con su vacío? Primero, sirve como espejo en el que reflejarnos: gran parte de su pathos es también, todavía, el nuestro. Y segundo, nos ofrece una valiosa indicación sobre nuestro futuro: pues la exuberancia estética vienesa constituye para la civilización el humus de un posible florecimiento futuro con tal de que bajo esa exuberancia haya algo más. Algo que ya no es exuberante, ni variado, ni abigarrado, ni fascinante, ni complejo. Algo que es, más bien, silencioso como una noche en el desierto. Algo que es soledad, que es viento frío de otoño, que es amanecer en el Monument Valley. Algo que es hosco, casi huraño, esquivo, reservado, huidizo. Algo que habita -Nietzsche ahí tenía razón- en las cumbres solitarias en las que medita Zaratustra. Algo que nace en el espíritu que se queda a solas consigo mismo, cara a cara con el abismo del mundo. Algo que aman por encima de todo los individualistas, los Waldgänger que se retiran -Jünger dixit- a lo profundo del bosque. Algo indefinible y esencial sin lo cual no merece la pena vivir.
Viena fin de siglo: nuestro pasado, pero también nuestro presente. Un paraíso perdido, sí; pero no importa: existen otros posibles en nuestro futuro. En particular, existe uno en que la exuberancia morfológica vienesa no se utiliza para enmascarar un gran vacío de fondo -¡ya nadie cree realmente en nada!-, sino para arropar algo más valioso que ella misma. Ese algo es un pequeño fuego, una llama que arde en lo alto de una montaña, en el santuario de un templo antiquísimo, en el fondo más íntimo de los corazones. Ese fuego parece muy poca cosa en comparación con casi todo lo demás. Y, sin embargo, los sabios, los poetas y los niños nos recuerdan todo lo demás depende de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario